El niño era precioso, todo risas; de esas que iluminan y te alegran el día. Los vi una mañana en el parque de todas mis mañanas. Sentados en una banca contigua a la mía, felices.
La vida volvía a tener sentido.
El mundo entero cabía en esos pocos kilos que reían mientras su madre lo levantaba por encima de su cabeza para luego dejarlo caer un poco; hermoso juego que habíamos repetido durante cientos de generaciones. Mi banca y el resto del universo, simples accesorios, satélites sin importancia.
Jamás podré olvidarlos.
Hoy quedan pocos modelos de ese primer androide. Desde que tomaron el control y acabaron con casi todos nosotros ya no necesitaron más armas como ésa.
Quedamos muy pocos y ya nada tiene sentido. Ya nada es tierno.
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